Viajar en todos estos años por los pueblos lejanos de mi país ha sido una experiencia distinta a todo lo que he vivido hasta
ahora. Había estado en zonas pobres de mi ciudad o distritos de mi país, pero nunca había
sentido la pobreza tan cerca como lo he sentido en estos años alejados de las comodidades que encuentras en las ciudades
En pakari , selva virgen una
niña que debería estar en la escuela caminó a mi lado durante 15 minutos
intentando venderme una piedrilla tipo amuleto . Iba pasando una a una delante de
mi mientras contaba : “ uno, dos, tres…” cuando acababa, me
miraba con sus ojos grandes y decía: “50 céntimos por favor”. Yo no quería amuletos no creo en esas webadas, pero ella insistía: “uno, dos, tres, cuatros…” Así durante 15 minutos,
y todo para intentar ganar 0.50 céntimos. Una mísera moneda que no alcanza ni para el te desde mi punto de vista.
En Yarupi , fui a
una calle si se podría llamar calle y en la cual había varios casuchas que ofrecían por S/.2.50, algo
menos de 1 dolar al cambio. Todos los platos que tenían eran vegetarianos –nadie
puede permitirse vender carne a ese precio–, pero aun así era un chollo. Cuando
pasé por allí, me impactó el empeño que ponían los dueños de las casuchas en que
me sentase en el suyo: se levantaban, me intentaban poner el plato en la mano…
Realmente necesitaban esos dos mangos y medio, era importante para ellos. De hecho,
posiblemente lo necesitaban para poder comer ese día.
Y
en medio de tanta pobreza, sonrisas. Sonrisas por todas partes. Sonrisas en la
cara de los tres niños que montan a la vez en una bici después de todo el día
vendiendo a los foráneos; sonrisas en la cara de la
mujer que baña a su hijo con una taza de agua al lado de la carretera; sonrisas
en la cara de un pescador que sabe que se pasará toda la vida viviendo al lado de un rio.
La gente aquí es pobre. MUY
POBRE. No tienen iPhones, ni portátiles, ni televisiones, ni muebles chaise longue , y
aun así se los ve felices. Por eso, cuando camino por las calles del mercado y
les veo, siempre sonrientes y amables, no puedo evitar preguntarme: ¿qué nos ha
pasado?, ¿en qué momento se torcieron las cosas?
Nos subimos a un avión y
nos quejamos de que la comida sabe a plástico. Es decir, estamos en una máquina
capaz de volar -sí, sí, VOLAR como un pájaro- a cientos de kilómetros por hora,
además tenemos la fortuna de poder comer algo caliente a 4.500 metros del suelo
y ¿nos enfadamos porque la comida no es perfecta? ¡No jodan!
O se nos gasta la batería
del iPhone a media tarde y eso nos pone de mal humor durante el resto del día
porque no podemos escuchar música en el autobús de camino a casa. ¡Qué
tragedia!
Y qué me dices de estar
deprimido. Vete a esos sitios alejados y explícale a la señora que trabaja 15
horas al día y se baña en el río porque no tiene agua en su casa que
estás deprimido. “Señora, estoy deprimido y mi vida es una mierda. No sé qué me
pasa, pero estoy triste y no me apetece hacer nada.” Dudo que te entienda. De
hecho, dudo mucho que en su lenguaje exista la palabra depresión. Estar
deprimido es un lujo que muchas personas no pueden permitirse porque están
demasiado ocupadas intentando COMER todos los días.
Por eso, la próxima vez que
te enfades por alguna “webada” o que pienses que la vida es una mierda,
respira hondo e intenta ver las cosas en perspectiva. Si estás sano, comes tres
veces al día y tienes un sitio caliente donde dormir, eres un superprivilegiado.
Todo lo demás es secundario. Antes de abrir el hocico para quejarte de lo
terrible que es tu vida, porque la mujer te saco los cachos, o porque tienes que trabajar hasta sábado , piensa en la gente de esos pueblos alejados y que estoy seguro muchos de los galifardos que lean esto no llegaran nunca a conocerlos.
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